Mártires
Difícil diferenciar entre la realidad y la ficción, especialmente cuando la ficción se asemeja tanto a la primera y los sueños son viva realidad.
Al salir de la casa de mis abuelos, la noche comenzaba a asomarse y las nubes anunciaban junto a un viento tranquilo que esa noche llovería.
Caminé con paso lento hacia la estación de metro para intentar atrapar aunque sea unas pocas gotas en mi rostro, pero no sucedió. Al llegar, subí y comencé a mirar a las personas, no tenía nada mejor que hacer y ciertamente no tenía intenciones de leer los informes que estaba redactando para mañana a medio día, tampoco tenía ganas de tomar el Quijote que llevaba en el bolso.
Había una señora mirando hacia la oscuridad del túnel, un joven leyendo con gran concentración un libro que parecía biblia, tres escolares de unos trece años riendo y muchas más personas, cada una con su particularidad. Un día cualquiera.
Bajé y reanudé la caminata hacia el cuartel general de bomberos, ese día tenía que asistir a una sesión del directorio, acompañando al director de mi compañía.
Al entrar un sentimiento extraño se apoderó de mi, no logré descifrarlo, pese a que me quedé detenido unos segundos preguntándome que era.
Subí los treinta escalones lentamente, mirando los viejos peldaños. Faltaban cuarenta minutos para que comenzara la sesión y no había nadie, excepto la secretaria que me saludó y preguntó que quería.
Frente a ella, cruzando las escaleras que había subido y que daban hacia el mesón donde estaba sentada, había una puerta de vidrio que se abría hacia un corredor con cuatro mandarinos a cada lado y entre cada mandarino había un banco de metal similares a los que hay en el parque forestal, estos con estructura metálica y tablas pequeñas que hacen de respaldo. En el techo, cuatro grandes lámparas de metal forjado que iluminaban tenuemente la galería, invitando a una solemnidad que se respiraba al entrar en ella.
Me senté en uno de los banquillos y tomé el Quijote para retomar la lectura que había dejado la tarde anterior. Avanzadas tres páginas algo me detuvo, cerré el libro, me paré y comencé a caminar por el corredor de lozas blancas y negras. Siete metros más allá del banco donde estaba sentado había tres puertas de madera de dos persianas cada una y con vidrios, Hacia dentro, una oscuridad casi absoluta que apenas dejaba ver la gran lámpara del centro que colgaba sobre la sala y los retratos colgados en sus paredes. En una placa de madera se leía “Sala de Mártires”.
Perplejo, me mantuve en la posición en que había quedado, con los brazos a los lados, de frente a la sala, con la respiración contenida y sin siquiera pestañar. Luego una gran exhalación y la respiración comenzó a acelerarse. Un nudo en la garganta no me dejaba tragar la saliva que se acumulaba. Poco a poco me daba cuenta de cuanto le debía a esos hombres que se miraban fijamente unos a otros, con el semblante tranquilo, como cualquier padre. Y ahí estaba yo, sencillo, sin nada que decirles, sin palabras para elogiarlos, solo de pie, debiéndoles todo.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo, luego otro, como si ellos quisieran decirme que nada sucedía, que era uno más de ellos, por ridículo que pudiera parecerme.
Volvió la calma en mi, sentí que ya podía tragar tranquilo y mis manos se movían y comprendí que no les debía nada a ellos más que la amistad. A quienes realmente les debía mi vida día a día era a tres niños riendo, a un joven con su biblia, a una señora mirando el vacío del túnel; a ellos y a nadie más.
Me senté y volví a leer el Quijote.
1 Comments:
Puede que ellos te sean totalmente ajenos, pero gracias a esos tipos jugados esta sociedad camina.
Un besito,
Dani.
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