viernes, julio 22, 2005

La Casa

Diez y ocho años han pasado ya desde que fuimos la última vez a la casa de la playa. Estaba junto a la calle principal, esa que da a la playa misma, algo pintoresco a decir verdad, pero que perdía todo rasgo de chilenismo con las palmeras custodiando la entrada de los bañistas a la arena amarilla. Las colillas de cigarro, los papeles de helado y golosinas le daban mas realismo que las hojas verdes y puntiagudas de los árboles tropicales. Pareciera ser que los ciudadanos quisieran olvidar las tardes de lluvia y frío que hacen de la playa el mejor lugar para retrotraerse y traer a la memoria todos los problemas que no son resueltos bajo la incansable rutina de la capital. Claro es que quienes viven en la playa no tienen estos problemas, pero algunos viajamos siempre hacia allá y nos quitan nuestros momentos de reflexión con palmeras.
Veinte años, no diez y ocho. A veces el tiempo pasa al lado de uno mientras está sentado en las rocas viendo el agua despedazarse mientras intenta pulir las toscas formas de otro tan antiguo espectador de los acontecimientos de nuestro planeta y que de vez en cuando deciden ser protagonistas. Como decía, a veces pasa volando, y ni siquiera nos damos cuenta. Damos, quién lo diría, como si yo fuera la voz de muchos que puede hablar con toda propiedad de los sentimientos y visiones que tienen el general de las personas que decidimos poner los pies en el frío cada vez que el sol decide aparecer detrás de la montaña o junto al mar. Mejor sería que me acostumbrara a hablar por mi, al fin y al cabo sigo siendo un ser extraño que ama la lluvia y detesta el calor y las multitudes. Aun así siempre acompañé a mi familia en las vacaciones de verano a la casa; aun cuando estaba casado y mi mujer quería viajar a la montaña a una cabañita que tenían sus padres cerca de un pueblo bastante agradable, y a pesar de que detesto el verano, prefería acompañar a mis padres. Claro, si al final de cuentas uno nunca sabe cuando dejará de vivir esos momentos, yo por mi parte nunca los dejé de vivir, pero dejé escapar los míos, mi mujer decidió no solo viajar ese mismo verano a la cabañita sino que además decidió quedarse allá. Yo, viajé con mi familia. Volvía a ser como antes, soltero, solo, las cartas en la noche, el ajedrez a las una de la tarde antes del almuerzo. ¿Si tanto odiaba el calor, porque decidía ir a la casa y no prefería acompañar a quién le había jurado hacerlo? A veces pienso que sería porque los juramentos nunca tuvieron ningún valor real para mi, como si fueran solo gritos arrojados al viento para que el otro realmente pudiera escuchar lo que quería en ese preciso momento pero que yo sabía que no sería así en mucho tiempo más. Hay que seguir los cánones, y lo hice, aunque siempre desentonando. Mejor así.
Partimos a las siete de la madrugada, como decía mi madre que nunca fue muy fanática de levantarse temprano y de los largos viajes en automóvil, apretados y con un termo de café grande. Antes, era mi padre quien realizaba las maniobras de conducción durante todo el trayecto, pero cuando tuve edad suficiente pasé a ser parte de la tripulación, ya no era pasajero, nos turnábamos tres horas cada uno. A veces parábamos y el con mas sueño trotaba un ratito mientras el otro aprovechaba de hacer una descarga, siempre de espalda al viento.
Habíamos arrendado una furgoneta especial, para unas treinta personas, mi padre insistía que ese verano hiciéramos del viaje una experiencia lo más familiar posible, por supuesto, a mi madre le pareció que sería un caos y que llegaríamos todos a medir fuerzas en la casa de las rencillas creadas durante el viaje mas que una experiencia familiar agradable. En la furgoneta figuraban mis padres; Daniela, mi hermana menor que estaba cursando segundo año en medicina veterinaria y su pololo, que tenían una guitarra que tocaba o que se la pasaba hablando de ella cuando no la tocaba, no es que interpretara mal el instrumento, pero su voz comenzaba a joder lo sentidos al poco rato ya de que comenzaba a arrancar notas del instrumento. Mi hermana Marisol y su marido, un ejecutivo de ventas de una empresa textil y sus tres hijos. Los padres de mi madre, mis agüelos también viajaban con nosotros. Siempre me rehusé a llamarles abuelitos, nana y papa o cualquier otro nombre que implicara darles un carácter cariñoso a los padres de mis padres. No es que no me agradaran ni nada parecido, pero el lenguaje meloso no lo soportaba, para mi había mucho más cariño en el tajante agüela y tata, que en los diminutivos empleados con intenciones sentimentales, a decir verdad, al fin de cuentas, lo importante era pasarlo bien con ellos y disfrutarlos. También iban Pedro y su señora, más sus incontables seis hijos que se perdían sin poder reunirlos nunca en un mismo lugar. Por suerte tuve la brillante idea de quitarles sus pistolitas de balines plásticos, pues de otra manera más de algún ojo habría salido damnificado en el viaje a la casa. En el fondo, las maletas, los juegos, las tablas para bañarse, baldes y palas, utensilios necesarios para pasar agradablemente un verano en la playa, sin contar la gigantesca cantidad de caja de cartón llenas de mercadería que atiborraban los asientos finales de la furgoneta.
El primer turno fue compartido por Oscar y Antonio (mis cuñados) que preferían dormir en la noche antes que manejar. A mi no podía parecerme más ridículo, porque así como la playa en invierno permite volver a los problemas no resueltos, manejar de noche asimilaba perfectamente las características de la playa y lluvia. Tomé el turno de mi padre, así que tuve seis preciosas horas para recorrer mi vida y la decisión de Andrea de partir por siempre a la cabañita.

Me agradaba ver pasar las luces de los autos que viajaban hacia el otro extremo del país. Esa noche sí, no me dediqué a ver las luces, me mantuve pensando en mis hijos, Andrea y las circunstancias que rodearon su despedida final.
Nunca llegué a aceptar que fuera culpa mía, que mis actuares la alejaron y que mis ensimismamientos cortaron todo tipo de lazos que pudimos haber formado durante nuestra juventud. Solo recuerdo un par de luces errantes a lo lejos que se acercaban como anunciando que no estaba llevando mis ideas por el camino correcto; luego, me vi rodeado de luces, baldes, palitas y toallas, junto a algunas voces que llamaban nombres conocidos, un calor interior y luego frío, mucho frío. Recuerdo que quise estar en la cabañita, mirando la nieve desde la ventana mientras jugaba una mano de cartas acompañada de un buen café.

1 Comments:

Blogger con. said...

Dicen que antes de morir siempre surge el arrepentimiento más sincero, aun para el suicida, aun para el accidentado, cualquiera sea el que se va con esas luces de frente con la muerte, a la muerte (nombrarla como sujeto individual o como lugar. Tan limitados que somos...). La muerte como la playa en invierno y como la noche en el manubrio. Pero podría ser que los quibres generen esa distancia propia de los finales y de la soledad no deseada. Quiebres? Una pieza entera que se divide producto de un esfuerzo exterior. Se divide en partes, cualquiera sea el número de ellas, lo importante es que ya la pieza no es unidireccional. Si hay más de una dirección, hay una perspectiva más amplia. Al final, una vida más bien cubista.
Creo tienes una vida con muchas lesiones, muchos de esos quiebres, todos ellos reconsiderados. Las cicatrices son indelebles y todo lo posterior a ellas las manifiesta de algún modo. Esta es mi verdad (es mejor dejarlo en claro. No quiero hablar por todos, ni por muchos, ni por varios. Hablo por mí). Me gustó el cuento: simple y evocador.

20:47  

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