domingo, agosto 28, 2005

Correciones para mi final

Estimados míos, luego de escuchar atentamente y con mirada perdida los acontecimientos diarios de la vida, me he dado cuenta, por obvio que a muchos les parezca, que los movimientos de la vida, los devenirse y efectos que produce, son más que incontrolables para personas como yo (bajo estas últimas palabras doy a entender que existirían quienes sí pueden controlar en mayor o menor medida los acontecimientos, pero aquellos no estarían ni remotamente cerca de mí, ni menos existe la posibilidad de que aprenda la supuesta técnica; por esto señalo de inmediato que no creo que existan tales personas, dioses, energías o como quieran llamarlo cada uno, por lo demás cada quien tiene derecho a decidir en qué cree, en qué no.)

El minuto preciso no lo tengo claro y no se si será un simple capricho de ideas o el saber que después de mi solo queda una idea y ni mi voluntad o decisiones son seguras. Si intento recordar de dónde provino la idea, algunas pequeñas esporas absorben mis pensamientos hacia fotografías de mi vida, algunos momentos aislados en los cuales me topé sin más ni menos, por decirlo así, con la incertidumbre y después la vacía certeza.

Luego de terminado el almuerzo familiar y haciendo sobre mesa con lo que quedaba de vino y pan con mantequilla, recuerdo haber escuchado hablar sobre la salud de mi abuelo.

-¿Está mejor tu papá? – preguntó mi padre mientras aliñaba un par de hojas de lechuga que había dejado para el final y estiraba la mano pidiendo con ese gesto la alcuza.

-Sí, el doctor dijo que estaba bien, pero que tenía que guardar reposo por un par de días y controlarse en cinco más – respondió mi madre mecánicamente, sin darle mayor sentimentalismo o drama a lo que le pueda haber sucedido a su padre.

-Bien – solo eso salió de los labios mientras la lechuga se encaminada a su final habitual.

Me impresionó de sobremanera y solicité que inmediatamente se nos pusiera al tanto de lo que había sucedido. No entendía como los nietos podían estar lejos de lo que sucedía, como si lo estuvieran escondiendo, me irritó bastante. Más aun cuando supe que no era simple rutina la razón de haber estado internado. Había sufrido un infarto, lo que implica como se sabe, una posibilidad grande y cierta de muerte.

-¿Por qué nadie dijo nada, por qué nadie me informó, por último para ir a verlo? – la pregunta fue formulada con rabia, con ganas de golpear la mesa, protestar. Bajo el alero de mi abuelo aprendí cosas que considero más que importantes para mi vida, esenciales, como por ejemplo, que dios no es más que la creación de quienes en el pasado tenían la inteligencia y deseo de poder suficiente para comprender los fenómenos naturales y sacarles el mayor provecho personal aduciendo beneficios colectivos (por supuesto que estos es un resumen de lo que a veces conversamos por horas en las comidas de domingo y no terminamos de reflexionar). Con él aprendí la ironía de la vida. Y nadie, absolutamente ningún miembro de la familia fue capaz de comunicarnos el accidente que sufrió.

Lo importante para definir lo que escribo no está en lo que sucedió con la falta de aviso, sino que luego de levantarme de la mesa, lo obvio que tenía que venir llegó. No puede evitar imaginar su muerte, además pensando que mi otro abuelo había dejado la vida de la misma forma por la cual mi tata estaba en reposo. No llegó como siempre agarra la muerte, dejando escurrir los temores que han sido usados desde siempre por los grandes que controlan las estructuras morales. No con esa nostalgia anticipada que quiebra la garganta ni con sollozos escondidos bajo toses carraspeadas. Siempre es inevitable, la de él, la mía, la de cualquiera. No queda más que esperarla sin mirar hacia el futuro intranquilo o quedándose sentado desafiándola. Topársela un día a la vuelta de la esquina como a un viejo amigo que se saluda afectuosamente, al que se desea ver desde hace mucho tiempo, pero que jamás se esperaría ahí donde estaba.

Lo que realmente me preocupaba era que llegado el momento del abrazo con el tiempo, mi abrazo con el fin, no se perdieran las ilusiones, los ideales, la forma con que mi mente organizó sus momentos y estructuró su vida.

Probablemente me pongan dentro de un ataúd, me lleven a una iglesia y me dejen reposar un buen rato junto a imágenes de yeso. Nadie lo detendrá, entraré sin mi consentimiento, por eso escribo.

No quiero entrar a una iglesia, no deseo que cuando muera, quienes creen en dios me den la última posibilidad para reconciliarme con una idea fantástica. No entraré, por eso les pido a ustedes, a quienes tienen la posibilidad de hacer que lo que yo quiero sea real, que me mantengan fuera de esos edificios pomposos.

Al único cura que quiero ver es a mi viejo amigo Antonio que me ha acompañado toda la vida y desde los dieciocho años que ya se da por vencido de llevarme a la religión. Me acompaña como a uno más e incluso pareciera ser yo quien lo logra sacar de la pastosa rutina que lo atrapa sin que él se de cuenta de que pierde el tiempo. Por supuesto yo tampoco le digo que eso es así, solamente disfrutamos de la compañía del otro.

Algo que tampoco quiero es ser un muerto bueno, y alguno de ustedes deberá pronunciar alguna anécdota para que la gente que me va a ver ría y digan – en realidad era muy pesado el viejo – y puedan comprender que en este mundo sí hay muerto malos. Por favor alguno de ustedes recuérdeme con mis desatinos, enojos y rabias, porque así soy yo, así fui yo y no pretendo que en el final de mis días me cambien y transmuten pasando a ser un modelo de perfección a seguir.

Lo entienden ¿cierto? Así espero que sea. Amigos, hijos, no quiero ser nadie más que yo. Si alguien pretende llorar y decir alguna de esas frases tan usadas como – si era tan bueno – o como – por qué a él – o algunas más cursis que me dan hasta escalofríos repetirlas, por favor que se considere desde ya mi más acérrimo enemigo y un devoto de mi desagrado.

No necesito nada más que lo que digo, ser una simple persona, que se levantó todos los días temprano, siguiendo la rutina diaria para mantenerse en pie, comer y poder los domingos en la tarde ver el partido de fútbol de su equipo favorito, no pretendo ser más ni menos, no me hagan más, no me hagan menos.

Les envió esta carta con esas pequeñas correcciones, para poder dormir en paz y para saber que estuvieron advertidos, a pesar de que sé, las vulnerarán.