viernes, junio 18, 2010

18 de Junio de 2010

Al abrir la puerta de la casa para salir a trabajar, la lluvia me dejó inmóvil por un momento. Hace tiempo ya que no llovía de esa manera y las cosas así no pueden salir bien, más todavía si al levantarme de la cama y al mirar la muralla y el piso, charcos de agua ya comenzaban a apropiarse de este último. Era necesario salir y el agua caía del cielo como si alguien la arrojara con furia, como si se empeñara en decir algo. El paraguas había quedado dentro del auto, por lo que habría que caminar y recibir el agua sobre la cabeza. Poca cosa comparada con la que tendrían que recibir en su piel, los que a su trabajo van a pie.

El motor frío, decidió oponer una pequeña resistencia, pero no fue capaz de mantenerse en su posición por mucho tiempo. No se bien si será por su juventud o la falta de convicción de estos nuevos automóviles, que encienden como con cualquier cosa y no pueden mantener su oposición aunque quieran. Aún recuerdo aquel auto testarudo de mi padre, que con férrea convicción no salía a trabajar cuando se le daba la gana, y a pesar del enojo y vociferaciones de mi padre, lo más probable es que aquel testarudo le haya salvado la vida más de alguna vez de tan sólo haberse quedado estacionado porque quería.

Al encender el motor, instantáneamente comenzó a chillar, tal vez en un último intento de avisar que hoy, no quería salir. El limpiaparabrisas de un lado a otro espantaba el agua que caía como un lamento sobre el parabrisas.

El camino era lento, los automóviles, en días como ese, tienden a caminar a paso tranquilo, y no suelen apurarse pues saben que el infortunio en días de lluvia está más cerca que en otros. Algunos no lo saben, casi siempre son los deportivos, que con aire juvenil siempre están corriendo intentando demostrar algo que nadie sabe bien que es.

El chirrido hace rato ya que había cesado, y tranquilamente avanzaba, de forma pausada por la carretera que a la hora de asistir al trabajo, se empeña en hacerse más pequeña y con una risa burlona deja a los pobres autos amontonados y en fila. A veces pienso que un arrebato marcial matutino es lo que inspira a las carreteras, pero otras veces simplemente una falta de planificación.

Mientras avanzaba, en la radio una noticia feroz vino a amargar el día “…hoy a las trece horas a los ochenta y siete años de edad, producto de una leucemia avanzada, falleció el premio Nobel de literatura portugués José Saramago. Reconocido escr…”.

El auto que tranquilo iba, comenzó a sentirse pesado y el andar no era tan ligero como antes. Testarudamente los cambios no entraban igual de fácil. La dirección parecía trabada, el cielo decidió llorar con todas sus fuerzas, y el auto comenzó a chirrear otra vez, hasta que detuvo su caminar completamente. El motor comenzó a efectuar sus revoluciones de forma alterada y a ratos la carrocería tiritaba.

La bocina del auto de atrás comenzó a alegar por la demora y el retraso que estaba produciendo la pasividad del auto. Volvió a su funcionamiento normal, y continuó su viaje al lugar de trabajo. Sólo unas gotas de aceite que cayeron de él quedaron en el pavimento, expresión de lo sucedido y prueba fehaciente que ese día, no debería haber salido.

Hoy ha muerto José Saramago. La pena embarga y no es por menos. La fantasía de lo imposible era parte de su sueño. Las cosas inverosímiles como fundamento de la vida quedaron plasmadas en sus obras. Nunca olvidaré que de una novela de él comenzó una relación de literatura con mi padre que no había desarrollado antes. Un vínculo maravilloso. Ensayo sobre la Ceguera abrió mis ojos a un mundo de sencillez con sueños pequeños de personas gigantes.

Gracias José, en la literatura, eres un abuelo para mi, ese al que siempre se quiere escuchar durante horas, al que nunca se quiere perder, ese que se admira tanto como un padre y, con una sabiduría recogedora.